Cómo ir a Bilbao, perder una liga y volver con una huelga de taxis (día 8)

Posted: sábado, mayo 13, 2006 by Cum on feel the noise in
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Domingo 9 de abril.

Lezama: lágrimas, el viaje de vuelta y lo que no supe decir (unas campeonas sin título)

Si para volver al hotel usé un GPS biológico, para despertarme empleé un reloj de cuco suizo (también interno).


Al salir de la cama (9.15 h.), en un arranque de ingenio, se me pasó por la cabeza que no sabía la hora a la que la expedición se marcharía a Lezama, y como no era decoroso bajar las siete plantas como un poseso en pijama, opté por vestirme de calle y averiguarlo. En la puerta del hotel estaban Amparo y el amigo Bernardo (a la sazón padre de Nadia) y me dijeron que a las 10.00 se iban.

Había que subir, lavarse, espabilarse lo mínimo como para recoger la habitación, desayunar y dejar mi equipaje a buen recaudo. Pero no podía comer, intenté desayunar, pero mi estómago no admitía nada. Estaba hecho un flan. A duras penas hice frente a una magdalena de chocolate y un croissant con agua y zumo de naranja, dejé el equipaje en recepción y al autobús. Había tensión en el ambiente, Paco (Mesa) parecía optimista, y a Sebastián (Borrás) se le veía con más tensión.

Charlé con este último y con Ana (la madre de Nadia) antes de subir al autobús, donde las chicas parecía que no veían el momento de partir. A Sebas le dije (“es como cuando vienen los Reyes Magos, ¿no?”) y me respondió con una sonrisa (es demasiado bueno este hombre, con tales apreciaciones voy a cabeza a un Pulitzer). El mp3 tiró de Caesars (Jerk it Out, Only You y Sort it Out) y acabó con Coldplay (Square One y Speed of Sound) y cuando Chris Martin soltaba el enésimo “to show you what it all began” llegamos al sitio. No había vuelta atrás.

Ellas parecían tranquilas y yo recordé lo que me llevó a hacerme periodista. Un momento. Un instante por el que sientes que hay algo importante, que va a ocurrir y que tú estás para contarlo. Horacio (por cierto, hincha del Athletic), me envió un sms de ánimo “suerte para ti y para tus chicas”, fue el único compañero que lo hizo y ahí terminé por darme cuenta de lo importante de lo que iba a presenciar.

Ahora había que instalarse in situ (preciosas instalaciones pero poco funcionales en algunas cosas -sobre todo si eres de un medio de comunicación de fuera de Bilbao-), y antes Germán, Ramón, su hijo pequeño y servidor pisamos el césped y nos fotografiamos sobre él. Las chicas se conjuraban en el centro del campo junto a sus entrenadores.

Nos tocó el turno de acoplarnos para cumplir nuestro cometido, y tras mucho buscar, Germán pudo usar una conexión RDSI para radiar al choque y yo, no sin problemas igualmente, encontré donde enchufar el portátil y antes aparecieron compañeros de Canal Sur (con Cristina Mena a la cabeza).

Comienza el partido, la grada, llena, animando a las locales, pero llega el gol de Sevilla. Latigazo de Auxi y 0-1. Campeonas. No pasan ni cinco minutos y 1-1. Acto seguido 2-1 al descanso. Busco a Germán, confiamos en sacar el partido adelante.

Desde Sevilla me llega el mensaje: El Espanyol ya gana al Puebla (0-1), al Sevilla sólo le vale remontar.

Empieza la segunda parte y 3-1. El Athletic se juega la prima (quiero decir, la vida) en cada balón y pierde todo el tiempo del mundo. La risueña Ana (Romero) se rompe y es sustituida. Borrás se la juega y deja tres defensas. Cada ataque del Athletic es sufrimiento. 3-2, Amparo recorta diferencias. 3-3, empate y a morir sobre el campo (quedaban 15 minutos). Sandra apenas puede correr. Dos ocasiones más del Sevilla. Auxi la cruza en exceso. Pitido final.

Se apagan las luces (las mías y las de algunos más).

No había escrito una sola línea de la crónica. Con el 3-1 me fui con los aficionados sevillistas y animé todo lo que pude. Con el final del partido, por primera vez en mi vida, me desplomé. Comencé a llorar (nunca lo había hecho por el fútbol) y un grupo de niños (que no había parado de gritar –berrear—y de insultar ocasionalmente) se me acercó y uno de ellos me preguntó: Señor, ¿qué se jugaba el Sevilla? Yo le contesté con la dos palabras más lacónicas que han salido de mi boca: “La liga”. Me quedé en la grada, solo, y unos minutos después busqué a algunos aficionados con los que antes había compartido la segunda parte. El padre de Ana (Romero), cubierto por la bandera del centenario, estaba destrozado. No sé si yo lo estaba más, en cualquier caso, no tuve madurez para decir nada mejor que un “¡es una injusticia!” entre lágrimas. Apoyado en la barandilla, seguía llorando. Ni pensé en la rueda de prensa. Se me agolpaban imágenes del partido una tras otra, sin ningún orden.

Pensaba en las chicas abandonando el campo con la ayuda de los técnicos. No quería verlo. Pensaba en ellas, como profesional yo tal vez vuelva a vivir algo parecido, pero para ellas era su sueño. Y también el mío. Tenía la sensación de que algo había fallado, que el partido no había comenzado y que eso era solo un mal sueño.

Debí haberme tragado mis lloros y darles apoyo, pero no me sentía con capacidad para hacerlo. Yo soy un simple periodista que las seguía como quien sigue un bonito sueño en el que creía cada día un poco más. Pero no me consideraba licitado para violar la intimidad del vestuario, donde vivían su pesar, ya que al fin y al cabo, yo estaba ajeno a ese halo de sacralidad que tiene el vestuario de un equipo. El tiempo no me daría la razón.

Debí apoyarlas, pero pudieron más los gritos que exhalaba en silencio por la injusticia que acababa de ver. Ellas no merecían ese final. Busqué al entrenador local en pos de unas declaraciones mientras luchaba por no llorar más. Llamé a Horacio para decirle el resultado, que estaba destrozado y que no sabía de dónde iba a sacar fuerzas (y tiempo) para escribir la crónica (a doble página). Después la propia Cristina (Mena) se acercó a animarme, como hicieron algunas madres. Qué espectáculo (el mío). Las campeonas eran las del vestuario. Yo no merecía la atención de los allí presentes.

La salida de la zona del campo en dirección al aparcamiento del autobús era un goteo incesante de caras de dolor. Los técnicos, haciendo de tripas corazón apoyaban a sus pupilas. Sebastián, que en la entrevista del jueves me habló de la soledad que vive un entrenador, se fue solo. Yo hice lo mismo. No recuerdo si llegué a decirle alguna frase de apoyo. Le prometí a Ana (la madre de Nadia) que no lloraría más, y Germán (mucho más entero) y yo mismo intentamos apoyar a alguna jugadora (creo que era Cristina), pero pequé de falta de entereza, supongo. Lecciones como esa me faltaba alguna por recibir. Dicen que en la derrota hay que saber sufrir para disfrutar la victoria como se merece. El viaje en autobús fue una procesión silenciosa en la que todo el mundo estaba roto y sin fuerzas para siquiera exteriorizarlo. No quería verlo.

Me tapé la cara con un chaleco y hablé con Gabriel (“han empatado, adiós a la Liga”). Al llegar al hotel (15.15 h.), Lucía, Auxi y yo fuimos los últimos en bajar del autobús. Todavía fue Lucía la que me avisó de que era la hora de bajarse. Subieron a su planta y Sebas arengó a las suyas, Alicia y Auxi lo hicieron después. Las caras eran muy largas, y esos momentos no los olvidaré nunca.

Comí con ellos (cortesía de Sebatián que me invitó, aunque apenas sí probé bocado –¿cómo iba a comer nada?-) y me despedí de las chicas, los familiares y técnicos. Mi beca de 15 meses cumplía los 12 el día 16 de mayo y para el 16 de abril debía hacer uso del mes de vacaciones que me correspondía antes de abandonar el periódico, por lo que era mi último partido con ellas. Lo sabía desde el principio y por eso aún estaba más dolido por ellas, aun a sabiendas de que no dependía de mí, pero quería irme dejándolas como campeonas. De algún modo, era como si para el que me sustituyera después mi trabajo tendría sentido.

Al despedirme (16.00 h.), me aplaudieron, pero no fui capaz de mirar atrás, no quería llorar más. Iba a marcharme del hotel a pie hasta la estación, pero no tenía tiempo, tenía que coger el autobús a las 16.30 y para redondear la faena, me había dejado una de las dos maletas en el hotel. La recogí y llamé a un taxi. Era día de partido en San Mamés y en esos casos desviaban el tráfico.

Llegue a la estación a las 16.27, justo el tiempo de sacar el billete de vuelta y subirme al bus. Rompió a llover, parecía que al cielo tampoco le había gustado lo que había pasado y ahí tuvo su particular llanto. Hablé con Germán y con Sevilla para adelantar la ficha del encuentro y me dediqué a dormir y a enviar mensajes como un poseso a algunas de las chicas. Pensando en lo que quise y no les dije tras el partido, lo hacía entonces (“más vale tarde que nunca).

Ya despierto, hora y media más tarde, decidimos (entre Horacio y servidor) que debía escribirla crónica a mano y después dictársela. Así hicimos.

Ya tenía la mitad cuando llegamos a Madrid (21.00). A contrarreloj (y equivocándome de parada en el Metro) conseguí llegar a Atocha (21.45 h.). El tren salía a las 22, y una vez en él, finalicé la crónica más extensa (y dolorosa de mi vida periodística). Estaba exhausto, no me quedaba aliento ni fuerzas e intenté descansar.


Y en Sevilla había huelga de taxis. Mis padres fueron a recogerme a la estación. A las 00.30 h. llegamos a Sevilla y media hora más tarde, a casa. Ducha y poco más antes de dormir. Perdí la cuenta de los kilómetros recorridos y de las lágrimas derramadas. Aprendí mucho de eso, y mucho más que comprenderé con el tiempo, pero sobre todo, (re)descubrí a un grupo de campeonas sin título y que volvieron a ganarse mi corazón, respeto y admiración. Puedo decir con orgullo que gracias a ellas he tenido la suerte de vivir una temporada inolvidable.

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